domingo, 28 de octubre de 2018

Apegos feroces de Vivían Gornik

En el arduo camino de la deconstrucción la evaluación del cómo nos relacionamos es fundamental. El primer y más grande vínculo entre mujeres es aquel que sé da entre madre e hija y ese es uno de los más difíciles por lo mismo de analizar. La carga social de la figura de la madre es enorme; la madre debe estar por sobre todo, la madre debe ser aceptada, querida y respetada independientemente de cómo sea, al grado de que no sería exagerado decir que su lugar es divino. Esta divinidad que genera distancia se encuentra dada no por una cuestión instintiva/biológica, porque la parte que entra de eso no está destinada a durar, esa acaba cuando el ser vivo puede valerse por si mismo, la omnipotencia entra en juego por el lado cultural o mejor dicho por el patriarcal.

Y es que "la madre" no existe. Ese ser idealizado que nos han vendido, ese ser puro y perfecto que nunca comete errores es un mito. No estoy diciendo que una mujer que haya tenido –o adoptado– un hijo y que le crié no esté ahí en realidad, ni que no quiera la mejor para este nuevo ser humano. Lo que digo es que ella misma forma parte de la especie y como tal comete errores, como tal tiene deseos, metas, sueños, como tal es, independientemente de el o los hijos. Cuando humanizamos a la madre o cuando está se humaniza se tiende un puente y una vez cruzado se entiende mejor.

Pero lograr esto no es fácil y menos cuando a pesar de tanto tiempo y de tantos estudios esta figura sigue en el inconsciente colectivo. Este es otro motivo para decir que necesitamos al feminismo: la deconstrucción nos lleva a eliminar eso que sobra, que es –en este caso– la etiqueta de madre. Quitar la etiqueta es poner el puente. Cruzarlo depende tanto de la madre como de los hijos, sí una de las dos partes se rehusa, solo quedará la comprensión y el estira y afloja desgastará los cimientos, pero no será suficiente ya para volver a la ignorancia, para dejar de ver a la madre como mujer, o para que ésta se deje de ver, al fin.

Este puente es el que construye Vivían Gornik en Apegos feroces. Una novela autobiográfica que me sacudió, y no sólo eso, me dolió, porque si bien las vivencias de Gornik no tienen nada que ver con las mías, la difícil relación con su madre dada por la lucha entre las ideas conservadoras de una y el feminismo de la otra me recuerdan que yo no he podido dar ese paso; que mi madre y yo somos islas cada vez más alejadas.

La voz narrativa de Gornik nos lleva a caballo entre las charlas que mantiene con su madre en el presente de la obra y sus años formativos en el Bronx. El libro es ameno, Gornik es capaz de analizar el pasado y su presente sin hacer uso de un lenguaje pesado, hace sentir al lector parte de esos paseos creando así una sensación de proximidad. Si la lectura se torna en algún punto agobiante es más que nada por la capacidad de Vivían de meter de lleno al lector en el pasado del que ella misma parece incapaz de desprenderse. Por eso es tal vez que al final el libro genera una herida; hemos estado con ella en el Bronx y hemos pasado por todo lo que vivió pero no nos llega la catarsis, no al finalizar la lectura al menos, la lectura es el comienzo, lo que viene es levantar un puente entre esa madre que olvidamos es mujer y nosotros.

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